La armónica. Ese pequeño instrumento con voz tan peculiar. El instrumento más fácil de transportar, pero no necesariamente de tocar. Un artefacto que suena a clamor por libertad. A bocina de coche en el tráfico o a viento que relaja en un paisaje de postal. Creo que todo depende del intérprete, como pasa a menudo, en todo.
Sin embargo, más allá de la maestría que el músico pudiera adquirir para este instrumento. Lo que me fascina casi en un trance, pues armónico, claro, es el principio tan simple de este portátil dispositivo. Me refiero, a la respiración. Para tocar la armónica hay que respirar a través de la misma; encontrando el ritmo preciso, con la fuerza indicada y en el lugar correcto, para poder lograr la armonía de la melodía. Y no importa cuántas veces tengas que aspirar, siempre vendrá seguida de alguna o varias exhalaciones. Y viceversa. El instrumento siempre va a demandar el balance justo entre el aire que entra y el aire que sale.
Pero si algo me parece hermoso es que en la medida que aprendes a respirar, también aprendes a disfrutar de ese aire, comienzas a desarrollar una habilidad para transformar ese elemento en… música. No solo acarreas oxígeno a tus pulmones, le das vida a una canción, a una historia que vale ser contada más de una vez. Porque dependiendo de cómo respiras, la interpretación es diferente, es única. Todos respiramos, de una u otra forma. Si no, estamos muertos. Pero no todos interpretamos la vida de la misma manera. Si no, también estaríamos muertos, al menos como individuos. Respirar es el acto más indispensable de la vida. Y aunque todos, por instinto respiramos desde el primer momento en que nacemos. No todos aprendemos cómo respirar, para interpretar nuestra vida con la melodía que nos gustaría cantar, bailar y ser recordados. Sin importar si somos músicos o no.
Respirar es tan simple, que lo damos por hecho. Y cuando de casualidad nos volvemos conscientes de que podemos perfeccionar este vital ejercicio, nuestra calidad de vida mejora prácticamente en un respiro… y luego en otro y así cada vez hasta alcanzar un nuevo ritmo, un tiempo a nuestro gusto: un adagio o un allegro, un andante o un vivace. Interpretando nuestra propia melodía. Y aunque a veces sea triste y otras veces, inevitablemente feliz, lo que siempre va a hacer la diferencia es la armonía. El cómo somos acordes con nuestro entorno, con las muchas otras voces, que también interpretan sus propias composiciones.
La armónica, que puede parecer el menos pomposo de los instrumentos. El más callejero y pobre; es al fin y al cabo, un instrumento que sólo necesita el viento de un respiro para cobrar vida y el gusto por la misma, para comenzar a armonizarla… respira.