Las ventanas sirven para dejar pasar la luz de un lado al otro. Luz que ilumina no sólo en intensidad. Igual que el pincel del artista, la luz va pintando y creando el mundo que se refleja. Hay ventanas en todas partes y de muchas formas y tamaños. Algunas caminan y otras pueden cargarse como equipaje. Otras son fijas. No importa cómo sean, todas tienen en común, el transportar la luz por tenue que sea, de un lado a otro. De compartirla, de servir de enlace y vehículo para tocar a quién se asoma a ella. De iluminarlo con una perspectiva diferente, de hacerlo sentir un estado de ánimo, de conocer otro universo, de contemplar una historia u otra cultura. En cualquier caso, las ventanas están hechas para poder ver más allá, de nuestro contexto. Y mejor aún, de ponernos en ese otro contexto, para volvernos más empáticos. Si lo analizamos, da la impresión que las ventanas a veces son más como puertas. Y en la medida que nos animamos a ver con más detalle a través de ellas, en toda su profundidad, estamos cruzando y experimentando lo que hay o hubo en esa otra dimensión.
METÁFORAS DE VIDA: EL TELETRANSPORTADOR. /
“¡Qué buena foto!”, me dijo mientras señalaba la pantalla de mi dispositivo. Y antes de que pudiera responderle con un “Gracias” de corazón, me interrumpió agregando: “Qué buena cámara”. A lo cuál yo le contesté : “No es una cámara. Es una máquina abre-ventanas y me sirve para hacer mi trabajo”. El entre un tanto confundido, más bien escéptico y queriendo entender donde estaba el truco de mi declaración, me preguntó: “¿Y, cuál es tu trabajo?”. “Soy tele-transportador” le dije al mismo tiempo que presionaba un botón. “Y acabo de abrir otra ventana, para que alguien en otro lugar y tiempo, pueda venir aquí y ahora a conocerte. Y si fui lo suficiente-mente hábil, como con la anterior ventana que visitaste… esa o esas personas van a poder experimentar lo que estamos viviendo.
METÁFORAS DE VIDA: INSTRUMENTO DE VIENTO. /
La armónica. Ese pequeño instrumento con voz tan peculiar. El instrumento más fácil de transportar, pero no necesariamente de tocar. Un artefacto que suena a clamor por libertad. A bocina de coche en el tráfico o a viento que relaja en un paisaje de postal. Creo que todo depende del intérprete, como pasa a menudo, en todo.
Sin embargo, más allá de la maestría que el músico pudiera adquirir para este instrumento. Lo que me fascina casi en un trance, pues armónico, claro, es el principio tan simple de este portátil dispositivo. Me refiero, a la respiración. Para tocar la armónica hay que respirar a través de la misma; encontrando el ritmo preciso, con la fuerza indicada y en el lugar correcto, para poder lograr la armonía de la melodía. Y no importa cuántas veces tengas que aspirar, siempre vendrá seguida de alguna o varias exhalaciones. Y viceversa. El instrumento siempre va a demandar el balance justo entre el aire que entra y el aire que sale.
Pero si algo me parece hermoso es que en la medida que aprendes a respirar, también aprendes a disfrutar de ese aire, comienzas a desarrollar una habilidad para transformar ese elemento en… música. No solo acarreas oxígeno a tus pulmones, le das vida a una canción, a una historia que vale ser contada más de una vez. Porque dependiendo de cómo respiras, la interpretación es diferente, es única. Todos respiramos, de una u otra forma. Si no, estamos muertos. Pero no todos interpretamos la vida de la misma manera. Si no, también estaríamos muertos, al menos como individuos. Respirar es el acto más indispensable de la vida. Y aunque todos, por instinto respiramos desde el primer momento en que nacemos. No todos aprendemos cómo respirar, para interpretar nuestra vida con la melodía que nos gustaría cantar, bailar y ser recordados. Sin importar si somos músicos o no.
Respirar es tan simple, que lo damos por hecho. Y cuando de casualidad nos volvemos conscientes de que podemos perfeccionar este vital ejercicio, nuestra calidad de vida mejora prácticamente en un respiro… y luego en otro y así cada vez hasta alcanzar un nuevo ritmo, un tiempo a nuestro gusto: un adagio o un allegro, un andante o un vivace. Interpretando nuestra propia melodía. Y aunque a veces sea triste y otras veces, inevitablemente feliz, lo que siempre va a hacer la diferencia es la armonía. El cómo somos acordes con nuestro entorno, con las muchas otras voces, que también interpretan sus propias composiciones.
La armónica, que puede parecer el menos pomposo de los instrumentos. El más callejero y pobre; es al fin y al cabo, un instrumento que sólo necesita el viento de un respiro para cobrar vida y el gusto por la misma, para comenzar a armonizarla… respira.
METÁFORAS DE VIDA: ESQUIANDO SOBRE PAPEL. /
El otro día estaba garabateando, medio abducido por el sueño, en un pequeño cuadernillo de hojas blancas. De esos que siempre hay en las cocinas o junto a los teléfonos de las casas. De esos que sirven para registrar cualquier dato u ocurrencia antes de que se olvide. De esos que sirven, hasta para esquiar.
Esquiar sobre papel. Justo ahí, y en ese momento descubrí una relación, una metáfora, entre esquiar sobre la nieve y escribir sobre una hoja de papel en blanco. Una relación que va más allá de las similitudes obvias, como lo es el color de la nieve y el papel. O que vas de arriba hacia abajo, siempre y cuando no escribas en japonés y demás excepciones caligráficas.
Escribir sobre un papel en blanco y esquiar tienen una relación más profunda. De entrada, cuando no sabes qué escribir y te vez frente a ese abismo blanco con posibilidades infinitas, empiezas a tragar saliva y a repensar si es necesario tener que aventarse cuesta abajo. ¿O cómo por qué tendría uno que exponerse al ridículo si las palabras no resbalan y se dirigen hacia al lugar correcto o por lo menos hacia donde tú quieres? ¿Cuál es el aliciente a forzarte a usar músculos que no eras consciente de tener? Y que por lo tanto, tampoco estás seguro de cómo usar. ¿Qué podría motivarte -una vez más- poner en riesgo tu físico, tu ego, por hacer algo que podrías simplemente no hacer y no pasa nada?
Esquiar puede parecer tan antinatural cuando lo haces por primera vez, que en mi caso, ni siquiera entendía cómo alguien podía disfrutar hacerlo. Nada más, la sola preparación de la ropa y el equipo, son un verdadero infiernito. Y no por el calor que te genera. Ponerme las botas, que son más duras y pesadas que ellas mismas; descubrir cuál era la medida correcta para mis pies, sin importar lo que diga el numerito del calzado; volver a aprender a caminar, con algo que parecen piernas de robot y que te obligan a adoptar una postura constante e intermedia, entre estar bien parado y empezar una sentadilla; y encontrar que la única forma probable para descansar de ese nuevo estado era tirándome por completo al suelo, como figurita de acción en juguetero abandonado. Además de cargar con los esquís y equilibrarlos con el cuerpo o viceversa. Y los bastones, que esos no pesan, pero estorban. Todo eso, sólo es el principio para empezar a “esquiar”.
Y en ese principio te das cuenta que ya pasaron horas, estás cansado y todavía ni siquiera estás sobre la nieve. Todavía contemplas ese gran espacio en blanco, esperándote. Y tú, anhelando aunque sea poder garabatear cualquier cosa, como un último recurso, como un desesperado intento de dejar alguna huella, algo tuyo, que demuestre que estuviste ahí.
Escribir sobre un papel, también puede ser doloroso, por que es necesario abrirse y escarbar en lo más profundo de tus sentimientos. O porque para escribir a mano, a la velocidad de todo lo que sientes y piensas, puede cansar hasta las manos de los magos. Y porque el ego, siempre quiere mantenerse intacto, pero hasta un error ortográfico puede vulnerarlo, exponerlo al ridículo de no hacer con la gracia necesaria, algo que se ve tan fácil, que todo mundo está acostumbrado a ver.
Y entonces, por qué si hay tanto que arriesgar, tanto que adolecer y tantísimo que practicar para apenas hacerlo, como se debe. ¿Por qué esquiar, por qué escribir?...
Cuando finalmente aprendes y empiezas a deslizarte sobre el papel, a volar sobre la nieve. A llevar tu cuerpo a donde tu mente desea estar, tan solo con un sutil movimiento, que acciona en una armonía perfecta al resto de tu cuerpo, junto con tus impulsos, tus emociones… Cuando estás en la parte más alta de la hoja o de la montaña y ese miedo inicial se convierte en una ilusión por un nuevo recorrido, por una nueva historia que contar. Cuando bajas trazando lo mejor que puedes, sintiendo tu respiración que alimenta tu cuerpo, tu mente, tu corazón en cada latido, para dejar un testigo gráfico en ese gran espacio blanco. Cuando llegas al final del recorrido y comienzas a volverte consciente de lo vivo y satisfecho que te sientes. Justo ahí, cuando y donde los garabatos se convierten en expresiones con un significado, descubro que la verdadera metáfora, no está en esquiar sobre el papel, está en esquiar sobre la vida.